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¿Qué tiene de malo que todos los países se pongan de acuerdo, que comercien o que hagan en conjunto actividades complementarias? La respuesta es la famosa: globalización. Una palabra que apareció en el lenguaje de la economía, de la administración de empresas en la década del 80 y se popularizó en la sociedad hacia la década del 90.

La globalización sobre todo refería a fenómenos de tipo económicos, o sea, la interconexión global del mundo en términos de mercados, de capitales, de financiamiento, de trabajo, la posibilidad que abrieron las nuevas tecnologías de la comunicación, las tecnologías digitales, los nuevos transportes que explotan más o menos hacia las últimas décadas del siglo XX y genera una suerte de “achicamiento” del mundo. El mundo se interconecta y esa interconexión, sobre todo, se revoluciona lo comercial, lo financiero, la economía, es lo que se denomina globalización. La posibilidad, por ejemplo, de tocar un botón y mover dinero, capital desde los Estados Unidos hasta Francia, o tocar otro botón y contratar a un empleado en la India, o tocar otro botón y comprar un producto que te lo van a enviar desde la China, es lo que habitualmente denominamos desde hace algunas décadas globalización.

Ahora, hay quienes plantean el “globalismo”. Un término relativamente nuevo del lenguaje político que se entiende “como una forma de gobierno político que involucra a organismos que no son estatales, que no son de índole nacional, sino que son de naturaleza supranacional y supraestatal. Y ahí ya el cuento de “qué tiene de malo” empieza a cambiar, porque ya no estamos hablando del comercio, sino de dominación. El término, globalismo, parece tener una doble faz, por un lado, como término político que cada vez va tomando más vuelo.

En las Naciones Unidas, en el Foro Económico Mundial, por ejemplo, se habla constantemente de la gobernanza mundial y se llama a sus propios miembros “ciudadanos globales”. Algo que, aún se encuentra en estado embrionario. Hay especialistas en temas diplomáticos y de comercio exterior, que apunta a la instalación de una especie de gobierno mundial totalmente consolidado que dominaría nuestros destinos, que se alienta mediante la instalación de bases para lo que ellos mismos denominan, gobernanza global. 

Por lo señalado, el globalismo es peligroso para los sectores más conservadores, porque se apalanca en las agendas progresistas, para los sectores nacionalistas, porque transfiere la soberanía nacional hacia organismos de naturaleza supranacional y para los libertarios porque implica nada menos que la conformación de un mega sistema más totalizante, más absorbente e interventor que el Estado. 

La actitud realista pero esperanzada, es que aún es posible abortarlo. Es posible estableciendo un modelo de articulación en el que cada sector se reconoce distinto, pero forma un mismo frente, se comparte cada identidad particular y se produce la fusión de sectores conservadores y soberanistas contagiándose mutuamente hasta generar una fuerza política nueva, con una nueva identidad.

 Enfrente, los socialistas del siglo XXI, que son estatistas, interventores, destruyendo economías, empobreciendo a los ciudadanos con mayor presión fiscal  y regulaciones; lo ideal es la libertad y accionar responsable, el de negociar con todos, para tener mercados para colocar todo lo que producimos y que nos obligue a producir más, generando de esa manera, mas puestos de trabajo, mas actividad y mas movimiento económico, lo que deriva en  mejor calidad de vida y tener mas recursos para atender los sectores mas desposeídos y complicados.

Frente a esta propuesta, clara, concreta, tenemos a los progres, que vienen con una agenda cultural disolvente, conflictiva, que va desgarrando la identidad de los individuos y los va vaciando de contenido. Para enfrentarlos, también necesitamos a los conservadores. Porque no olvidemos a los globalistas, gente que está tratando de imponer agendas desde organismos internacionales y desde entidades supranacionales. Defendiendo realmente lo nuestro, como debe ser. 

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