El peso de los caudillos y su incidencia en la comunidad
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy

El caso de Guillermo Besozzi, actual intendente de Soriano en prisión domiciliaria e imputado por varios delitos, no es un hecho aislado en la política uruguaya. Se inscribe en una tradición arraigada en el interior, donde el ejercicio del poder adquiere matices personalizados que muchas veces desdibujan la frontera entre lo legal y lo meramente conveniente. Esta cultura política, que ha producido figuras legendarias, bien lo sabemos los salteños.
Fue y es muy común el estilo de gestión, basado en una relación directa con la ciudadanía, porque generan popularidad y adhesión. Desde siempre, la mayoría de los intendentes de Salto y de cualquier departamento del interior, recibían y/o reciben a los vecinos en su casa o donde sea. Se resolvían y se resuelven muchas veces, problemas con órdenes improvisadas y manejando los recursos públicos con discrecionalidad. Si bien estos métodos pueden resultar beneficiosos para la gente en lo inmediato, no hay dudas, que así se estableció un precedente peligroso: la administración de los bienes del Estado según el criterio del gobernante de turno, sin sujeción estricta a normas ni principios de transparencia.
Los nombres de políticos que han aplicado estrategias similares a lo largo del tiempo son numerosos. En el caso de Besozzi, su impronta de gestión, caracterizada por una administración pragmática y cercana, le valió el respaldo popular en múltiples oportunidades. No obstante, el problema radica en que este estilo de liderazgo muchas veces se traduce en una acumulación excesiva de poder y en la falta de controles efectivos. En los gobiernos departamentales, la mayoría automática en las Juntas y la figura honoraria de los ediles han contribuido a consolidar un sistema donde los contrapesos institucionales son débiles o inexistentes.
El clientelismo y el uso patrimonialista de los recursos estatales han sido fenómenos recurrentes en la política del interior. El acceso a favores, empleos y prebendas ha permitido a ciertos dirigentes cimentar su popularidad y perpetuar su presencia en el poder. Como consecuencia, la línea que separa la legalidad de la irregularidad se vuelve difusa, y las prácticas que vulneran el orden jurídico terminan naturalizándose bajo el argumento de la eficiencia y la cercanía con la gente.
A esta problemática se suman las críticas al sistema judicial y a la falta de profesionalización de los órganos de contralor. La reciente controversia en torno al accionar de la fiscal Stella Alciaturi y la jueza Ximena Menchaca en el caso Besozzi evidencia las tensiones entre la política y la justicia. La percepción de que las decisiones judiciales pueden estar influidas por militancias o afinidades políticas contribuye a la desconfianza en el sistema y refuerza la sensación de impunidad.
El caso Besozzi es solo uno más en una larga lista de intendentes que han gobernado por períodos extensos, aprovechando la posibilidad de alternar en el cargo tras un período de descanso forzado por la Constitución. De esa forma, el poder local ha estado en manos de líderes que han sabido sortear las limitaciones institucionales para mantenerse en la cima durante décadas.
El desafío que enfrenta Uruguay no es solo sancionar a los responsables de hechos ilícitos, sino transformar una cultura política que tolera, cuando no aplaude, este tipo de prácticas. La descentralización del poder es clave para el desarrollo del país, pero si no va acompañada de mecanismos de control eficientes y de una ciudadanía más critica y exigente, seguirán reproduciéndose los viejos y tradiciones vicios. Aquí en Salto, tenemos lo inédito de que un Intendente saliente, pretende dejar en su lugar a su hermano. Y no se puede desconocer que hay, nos guste o no, posibilidades de que se de esa situación.
Es momento de debatir seriamente sobre la necesidad de fortalecer las Juntas Departamentales, profesionalizar la gestión pública y establecer límites más claros al ejercicio del poder. Solo así se podrá avanzar hacia una democracia más transparente y equitativa, donde el acceso a los recursos del Estado no dependa de la voluntad de un caudillo, sino de normas justas y procedimientos claros.
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