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El gobierno de Yamandú Orsi atraviesa su primera gran prueba, y la está perdiendo con alarmante velocidad. No se trata de un desajuste menor ni de los tropiezos esperables en los primeros meses de cualquier administración. Lo que se percibe es algo más profundo: una pérdida sostenida de rumbo, una incapacidad para jerarquizar lo importante y una desconexión creciente entre la conducción política y la realidad del país. Ocho meses después de asumir, el gobierno muestra señales inequívocas de estar navegando sin brújula.

El episodio protagonizado por el canciller Mario Luetkin es quizá la evidencia más contundente de esta desorientación. Que el ministro de Relaciones Exteriores considere apropiado responder públicamente al presidente francés Emmanuel Macron sobre el estado de las negociaciones Mercosur-Unión Europea no solo es improcedente; es un papelón diplomático. Francia es un actor clave en la UE, un socio determinante para cualquier avance en el acuerdo birregional. Uruguay, en cambio, es un país pequeño que debe cultivar con inteligencia sus relaciones, respetando jerarquías y entendiendo sus márgenes de acción. Un canciller no puede “aclararle” nada a un jefe de Estado europeo sin caer en el ridículo y comprometer la seriedad del país. Esto no es firmeza: es amateurismo.

A este desacierto se suman prioridades desconcertantes, como la reciente intención de erigir una estatua de Ho Chi Minh —figura asociada a graves violaciones de derechos humanos— con el fin de congraciarse con el régimen vietnamita. Más allá del simbolismo cuestionable, la señal es de una política exterior sin criterio, sin anclaje moral y sin resultados tangibles. En lugar de fortalecer vínculos estratégicos, la Cancillería parece dedicarse a gestos ruidosos y equívocos.

La desorientación no termina en la diplomacia. La conducción económica, a cargo de Gabriel Oddone, atraviesa una preocupante deriva. Anuncios de posibles aumentos de impuestos que luego se niegan, contradicciones con sus propios equipos y mensajes cambiantes que solo transmiten incertidumbre. La economía requiere confianza y reglas de juego estables. La improvisación de un ministro que parece no saber dónde está parado afecta a inversores, familias y empresas. La estabilidad macroeconómica no sobrevive a la inconsistencia.

Tampoco el Ministerio del Interior brinda señales tranquilizadoras. Carlos Negro ha admitido que recién el año próximo presentará un plan integral de seguridad —algo que debió existir antes incluso de asumir— mientras los delitos violentos continúan en ascenso. El crimen organizado no ofrece tregua y el Estado no puede darse el lujo de esperar. Un gobierno que carece de una estrategia clara en seguridad es un gobierno que renuncia a proteger a su gente.

El propio presidente Orsi no ayuda a disipar estas dudas. Su reacción destemplada durante el acto por la Noche de los Cristales Rotos exhibió una faceta preocupante: la incapacidad de aceptar críticas legítimas. La polémica por la directora del INDA que avala discursos extremistas o el cierre ideológico de la oficina de innovación en la Universidad Hebrea de Jerusalén son asuntos que afectan directamente la imagen del país. Frente a cuestionamientos razonables, el presidente eligió la irritación en lugar de la ecuanimidad.

El resultado es un cuadro inquietante: ministros que no ejercen liderazgo, prioridades invertidas y un Poder Ejecutivo que parece más molesto con quienes señalan problemas que comprometido con resolverlos. Uruguay necesita claridad, estabilidad y conducción profesional. Hoy, lamentablemente, el gobierno se muestra lejos de ofrecer todo eso. El tiempo apremia, y el país no puede esperar a que sus gobernantes encuentren —si es que lo encuentran— el rumbo perdido.

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