Derribando prejuicios sobre la edad
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
En el lenguaje cotidiano, es común que al referirse a una persona mayor se le llame “abuelo”. Sin embargo, ese término, que alguna vez evocó respeto, sabiduría y experiencia, hoy suele usarse con connotaciones peyorativas. En la cultura contemporánea, “abuelo” parece ser sinónimo de alguien fuera de época, desactualizado y hasta molesto para la dinámica del mundo moderno.
El cambio en la percepción social es profundo y preocupante. En muchos espacios —especialmente en redes sociales— la vejez se caricaturiza, se ridiculiza y se asocia con la pérdida total de valor. El anciano es visto como un ser que ya no comprende cómo funciona el mundo, que comete “desatinos”, y cuya presencia, si bien tolerada, se percibe como un estorbo. La palabra “viejo” se ha convertido, muchas veces, en un insulto.
La pandemia de COVID-19 reforzó este estigma. Desde el inicio de la emergencia sanitaria, los mayores de 65 años fueron catalogados como un grupo de riesgo. Esa etiqueta, si bien tenía un fundamento médico, derivó en una visión social injusta: la idea de que la vejez equivale automáticamente a vulnerabilidad, dependencia e incapacidad.
Sin embargo, reducir a una persona a su edad cronológica es un error tan común como falaz. La ciencia, la experiencia y la observación cotidiana demuestran que la edad biológica no determina por sí sola ni la capacidad mental, ni la vitalidad, ni la lucidez de un individuo. Cada persona es el resultado de un entramado complejo de factores biológicos, psicológicos y sociales. Hay jóvenes de 25 años envejecidos por dentro, y adultos de 80 que conservan una energía y una curiosidad admirables.
Los ejemplos abundan. A nivel político, algunos de los principales líderes mundiales superan con holgura los 70 años: Vladimir Putin tiene 73; Donald Trump, 79; Joe Biden, 82; y Xi Jinping, 72. Ninguno de ellos parece dispuesto a retirarse del escenario público. En la historia reciente, Golda Meir fue primera ministra de Israel entre los 71 y 75 años; Ángela Merkel gobernó Alemania hasta los 66; y la reina Isabel II, con 94 años, seguía cumpliendo más de 300 actividades oficiales al año. En nuestro país, un ejemplo, fue sin duda el Dr. Jorge Batlle, que enfrento las siete plagas, durante su presidencia y dejo el país, en franca recuperación y con un camino de accieones que lamentablemente no se siguió. La muerte lo sorprendió tras un accidente inesperado, pero en pleno desarrollo de sus actividades politicas, respondiendo a su notoria vocación.
La cultura y el arte también confirman que la creatividad no tiene fecha de vencimiento. Alfred Hitchcock dirigió Los pájaros a los 61 y Psicosis a los 64. Giuseppe Verdi compuso Otello a los 74. Pablo Picasso creó obras fundamentales como Los futbolistas o El rapto de las sabinas cuando ya había superado los 80.
Estos casos no son excepciones milagrosas, sino demostraciones contundentes de que la edad cronológica no marca el fin de la productividad, la inspiración ni la capacidad de aprendizaje. Lo que realmente importa son otros factores: la salud emocional, la motivación, la posibilidad de seguir participando activamente en la sociedad.
Por eso, resulta urgente revisar y desterrar los prejuicios sobre la vejez. Asumir que “ser viejo” equivale a ser incapaz es no solo injusto, sino también peligroso para la cohesión social. Vivimos más años que nunca en la historia de la humanidad, y eso debería verse como un triunfo, no como una condena.
La vejez no es sinónimo de decadencia, sino de transformación. La vitalidad, la creatividad y la lucidez no pertenecen a una sola etapa de la vida, sino a todas aquellas personas que se mantienen curiosas, activas y abiertas a aprender. En un mundo que idolatra la juventud y teme envejecer, recuperar el valor de la experiencia es un acto de justicia y de inteligencia colectiva.
En definitiva, no hay nada más joven que una mente que sigue viva, sin importar cuántas velas haya en la torta.
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