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Nos hemos acostumbrado a vivir en una peligrosa zona de confort: un crecimiento económico flaco, que no alcanza para mejorar el bienestar y una población que apenas crece, o directamente baja. En un mercado interno tan reducido, la única salida lógica es producir más y vender más al mundo. Sin embargo, el propio Estado, con su batería de políticas fiscales, monetarias y salariales, parece empeñado en frenar cualquier intento serio de expansión.

Lo que necesita el país es obvio: inversión privada productiva. Pero lejos de estimularla, el sistema vigente la castiga. La política fiscal se ha transformado en un verdadero depredador del capital privado. Los impuestos y las cargas disfrazadas de “tasas” no paran de crecer, drenando recursos que podrían invertirse en maquinaria, tecnología o nuevos empleos. A cambio, los contribuyentes financian un gasto público que, en buena parte, es improductivo, con bajo impacto en el crecimiento y que responde más a intereses políticos que a necesidades reales del país.

El déficit fiscal, lejos de achicarse, crece desde 2012, y se sostiene a base de más presión tributaria. Es un círculo vicioso: más gasto improductivo exige más impuestos, lo que desalienta la inversión privada, reduciendo la producción y, con ello, la recaudación. Resultado: menos dinamismo y más dependencia de decisiones estatales que, históricamente, han demostrado ser ineficientes.

La política monetaria tampoco ayuda. Se ha obsesionado con la inflación hasta el punto de olvidarse del crecimiento económico. Tasas de interés reales altas enfrían el consumo y frenan la inversión, mientras el diferencial con las tasas internacionales aprecia el peso, encareciendo nuestras exportaciones y abriendo la puerta a importaciones que golpean a la industria local. Una receta perfecta para desestimular a quien produce, al tiempo que se premia a quien especula con la moneda. Controlar la inflación es necesario, pero cuando el “remedio” paraliza la economía, deja de ser cura para convertirse en veneno.

A esto se suma una política salarial rígida, diseñada desde escritorios lejanos a la realidad productiva. En lugar de permitir que empleadores y trabajadores negocien sus ajustes según las condiciones de cada sector, se imponen pautas generales que terminan generando desempleo, mayor conflictividad y menor competitividad. Así, el mismo Estado que dice defender el empleo aplica medidas que terminan destruyéndolo.

La combinación de una política fiscal voraz, una política monetaria asfixiante y una política salarial inflexible constituye una tormenta perfecta contra la inversión y el crecimiento. Cualquier repunte económico que podamos experimentar será efímero y dependerá de factores externos —como un buen precio de las materias primas o un ciclo favorable en la región—, no de un cambio real en nuestras bases productivas.

El país necesita un viraje claro: reducir el gasto público improductivo, aliviar la carga impositiva y flexibilizar la política monetaria sin descuidar la estabilidad de precios. Esto no se logra de la noche a la mañana, pero sin ese rumbo, Uruguay seguirá condenado a administrar su estancamiento. La disciplina fiscal debe lograrse por el lado del gasto, no exprimiendo más a quienes generan riqueza. Y la estabilidad de precios debe ir de la mano de políticas que también impulsen el desarrollo.

Tenemos ventajas que muchos países envidiarían: estabilidad política, instituciones sólidas, un capital humano respetable. Pero ninguna de estas virtudes sobrevivirá mucho tiempo si se mantiene un marco macroeconómico que castiga sistemáticamente a quien produce y premia la inercia.

Uruguay debe decidir si quiere seguir siendo un país que sobrevive gracias a buenos vientos internacionales, o si va a construir las condiciones para crecer por mérito propio. Mientras sigamos castigando la inversión privada con impuestos excesivos, crédito caro y regulaciones asfixiantes, la respuesta será obvia: seguiremos siendo expertos en administrar la escasez, pero incapaces de generar abundancia.

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