No matar la gallina de los huevos de oro
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Por Jose Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
La discusión sobre los impuestos no es nueva; sus orígenes se remontan a la aparición de las primeras ciudades-estado, donde el tributo se estableció como el precio por la defensa y la seguridad colectiva. Sin embargo, la historia ha demostrado que el exceso en la carga fiscal puede desencadenar colapsos económicos y sociales, desde los imperios antiguos hasta los estados modernos.
En el pasado, los gobernantes buscaron financiar sus gastos excesivos mediante métodos como la reducción del contenido metálico de las monedas, un primitivo equivalente a la emisión monetaria actual. Con el tiempo, la deuda se convirtió en otro instrumento para sostener gobiernos cuya administración fiscal estaba fuera de control. Este problema persiste hoy, tanto en grandes potencias como en países menores, donde el aumento de los impuestos suele ser la solución inmediata para tapar el déficit fiscal, aunque ello implique consecuencias adversas para el desarrollo económico.
Los impuestos, por definición, representan una detracción de recursos del individuo, quien generalmente está mejor posicionado para decidir cómo maximizar su bienestar. Sin embargo, también es cierto que ciertos servicios fundamentales, como la educación, la salud, la justicia y la infraestructura, pueden ser provistos más eficientemente por el Estado, siempre que se mantengan niveles razonables de imposición.
Es importante señalar que la pérdida de bienestar causada por los impuestos no es lineal, sino cuadrática. Esto significa que duplicar una tasa impositiva no duplica el impacto negativo, sino que lo multiplica exponencialmente. De allí que la función primaria de los impuestos debe ser recaudar minimizando las distorsiones en la asignación de recursos.
Desde finales de los años 70 hasta principios del siglo XXI, se observó una reducción global de los impuestos sobre la renta y el patrimonio debido a su demostrado impacto negativo en el crecimiento económico. Sin embargo, la crisis financiera de 2008 llevó a un resurgimiento de estas políticas fiscales en algunos países, con resultados discutibles. Casos recientes, como la reintroducción del impuesto a la riqueza en Noruega y Chile, han mostrado que sobregravar el capital puede ser contraproducente, disminuyendo la recaudación y afectando el crecimiento.
En un mundo globalizado, los países compiten por atraer y retener capital. Las tasas impositivas excesivas generan fugas de capital, especialmente en economías más pequeñas donde esta elasticidad es más pronunciada. Gravar la renta y el capital no solo desincentiva el ahorro, sino que también pone en riesgo la inversión necesaria para el crecimiento de las sociedades.
Además, los avances tecnológicos han facilitado la movilidad de los factores productivos. Cuando las tasas impositivas se exceden, las personas más educadas y con mayores recursos son las primeras en emigrar, dejando atrás a economías menos dinámicas y sociedades con mayores desigualdades.
Es indiscutible que los Estados necesitan recaudar impuestos para cumplir sus funciones. Sin embargo, es crucial evitar caer en una presión fiscal que ahogue la economía y reduzca el bienestar colectivo. La clave está en diseñar sistemas fiscales que, aunque imperfectos, minimicen las distorsiones y promuevan el crecimiento sostenible.
El desafío está en encontrar un equilibrio entre la recaudación necesaria y los límites que impone la competitividad global. Los impuestos deben ser una herramienta que permita a las sociedades prosperar, no un lastre que las condene al estancamiento. Solo así se podrá garantizar que la gallina de los huevos de oro siga produciendo para las generaciones futuras.
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