Un país que ajusta en ciencia y educación ajusta el futuro
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Por José Pedro Cardozo
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director@laprensa.com.uy
La estabilidad macroeconómica es, sin dudas, un pilar imprescindible para cualquier proyecto nacional serio. Sin orden fiscal, sin claridad presupuestal y sin responsabilidad en las cuentas públicas, ningún país puede aspirar a desarrollarse. Esto, que durante años fue ignorado en buena parte de la región, recién ahora comienza a valorarse con fuerza en países como la Argentina, donde la prédica del presidente Javier Milei intenta reinstalar la idea —básica pero vital— de que no existe progreso posible si antes no se restablece la disciplina fiscal.
Uruguay, que sí ha mantenido históricamente ese orden, enfrenta hoy un desafío distinto. Porque la estabilidad, aun siendo esencial, no es suficiente. No sirve de mucho si no es acompañada por una estrategia de crecimiento sostenido, diversificación productiva e innovación. Y en estos rubros, el país está tomando una dirección preocupante.
La comparación con China no es caprichosa. Ese gigante asiático pasó de ser la “fábrica barata del mundo” a convertirse en un líder global en alta tecnología, ciencia aplicada y capacidad de innovación. Pero ese salto no se dio por generación espontánea: fue el resultado de una política deliberada, de enviar durante décadas a cientos de miles de jóvenes a formarse en las mejores universidades del mundo, de invertir sin complejos en ciencia básica y aplicada, y de vincular investigación con producción. Mientras Occidente miraba con suficiencia, China construía el futuro. En el año 2000 tenía un ingreso per cápita de apenas 1.000 dólares; hoy supera los 13.000.
Uruguay, en cambio, parece avanzar en sentido inverso. En el proyecto de presupuesto 2025–2030, el gobierno del presidente Yamandú Orsi asigna a la educación pública y al sistema científico menos recursos que los otorgados por la administración de Luis Lacalle Pou. Y no se trata simplemente de una discusión contable: se trata de una señal política clara. Cuando un país recorta donde más debería invertir, está renunciando silenciosamente a su propia competitividad futura.
El malestar actual en el sistema educativo, universitario y científico no es ideológico: es presupuestal. El país pide resultados, pero entrega menos herramientas. Exige innovación, pero reduce los incentivos. Aspira a insertarse en la economía del conocimiento, pero limita la capacidad de producir conocimiento. Y así, el círculo virtuoso que debería unir investigación, educación y desarrollo productivo se transforma en un círculo vicioso de frustración, fuga de talentos y pérdida de oportunidades.
Uruguay necesita avanzar en cuatro áreas estratégicas: agroindustria de alto valor, energía, economía del conocimiento y salud. Ninguna de estas áreas puede despegar si no se fortalece el sistema científico. La innovación no aparece por decreto ni por voluntarismo. Requiere laboratorios, investigadores, incentivos, empresas capaces de absorber conocimiento, vínculos entre universidad y sector privado, infraestructura y continuidad presupuestal. Requiere una visión de país que entienda que la riqueza del siglo XXI proviene del talento más que de la tierra.
Los recortes en educación y ciencia son, por tanto, algo más que una mala señal coyuntural: son un error estratégico. En un mundo que se mueve hacia la inteligencia artificial, la biotecnología, la digitalización y la eficiencia energética, Uruguay decide mirar hacia atrás. Mientras países pequeños como Israel, Finlandia o Corea del Sur construyeron su prosperidad invirtiendo agresivamente en innovación, aquí se opta por administrar la escasez en lugar de apostar al desarrollo.
La consecuencia es clara: un país que ajusta en ciencia, ajusta su futuro. Y quien gobierna debe decidir si quiere administrar el presente o construir un porvenir que valga la pena. Porque el progreso no se hereda ni se improvisa: se financia, se planifica y, sobre todo, se prioriza.
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