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La noticia publicada ayer por este diario sobre un nuevo episodio de violencia entre adolescentes, que terminó con un joven gravemente herido, es mucho más que un hecho aislado. Es un síntoma preocupante de una realidad que nos interpela como sociedad: el creciente descontrol en los vínculos entre jóvenes, potenciado por la falta de límites claros y la ausencia de contención emocional en una etapa crítica de la vida.

En este caso — como en tantos otros — no se trató de una simple riña escolar, sino de un ataque cobarde, grupal, que puso en riesgo la integridad física y emocional de un estudiante. Es imposible mirar hacia otro lado ante estas situaciones, que se repiten con alarmante frecuencia. El fenómeno de la violencia adolescente tiene raíces profundas, y una de ellas, sin duda, es el impacto amplificador de las redes sociales.

Hoy, el acoso no termina al salir del aula. Se extiende, se perpetúa y se expone en redes sociales las 24 horas del día. Lo que antes podía ser una burla en el recreo, ahora se multiplica en público y sin descanso, afectando gravemente la salud mental de los jóvenes. La tecnología, sin la guía adecuada, se transforma en una herramienta de agresión constante. Sin embargo, no todo puede achacarse a la tecnología. Lo que está en juego aquí es algo más profundo: el debilitamiento del rol de los adultos en la vida de los adolescentes.

La adolescencia es una etapa de búsqueda, de afirmación, de conflicto interno. Y por eso mismo, necesita más que nunca de referentes estables, de límites firmes, de una brújula clara. Cuando esos marcos faltan, la necesidad de diferenciarse, de pertenecer o de destacarse puede tomar formas destructivas: violencia, acoso, autolesiones, adicciones.

Educar nunca fue fácil. Y hoy lo es menos, en un contexto donde las crisis familiares, la falta de tiempo y el miedo a ser "demasiado duros" han llevado a muchos padres a no cumplir su rol de guía. No se trata de volver a modelos autoritarios, ni de imponer la fuerza. Se trata de ejercer una autoridad basada en el respeto, en la coherencia, en la presencia activa.

Las escuelas, por supuesto, también tienen una responsabilidad enorme. No solo en la prevención y contención de estos hechos, sino en la construcción diaria de una cultura del respeto. La violencia no nace de un día para el otro; se gesta en el silencio, en la permisividad, en la falta de reacción.

Un empujón, una burla, un insulto no deben ser minimizados. Son señales de alerta que deben ser atendidas con seriedad.

Y más allá de la normativa o las sanciones, lo que debe primar es el acompañamiento. Porque detrás de cada adolescente que agrede o es agredido, hay una historia, una necesidad no escuchada, una carencia afectiva. El desafío es crear entornos donde puedan expresarse, ser escuchados y corregidos, sin que eso signifique humillación ni abandono. El respeto mutuo, que hoy parece tan ausente, es el punto de partida. Respetar al otro implica también respetar los límites, aceptar la autoridad cuando es ejercida con justicia, comprender que la libertad sin responsabilidad no construye, sino que destruye.

Si queremos revertir esta tendencia peligrosa, debemos actuar hoy. La familia, la escuela y la sociedad en su conjunto deben recuperar su rol activo en la formación de adolescentes. Solo así podremos prevenir nuevos episodios de violencia y, sobre todo, ayudar a nuestros jóvenes a construir relaciones más sanas y una vida más plena.

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