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En estos días vivimos un episodio que deja al descubierto algo más grande que una frase mal dicha. Muestra lo frágil que puede ser la confianza en la política y lo rápido que algunos salen a castigar, sobre todo cuando se trata de una mujer. Porque sí, hubo un error, pero un error humano. Y entonces surge la pregunta que todos se hicieron: ¿fue el audio el problema o fue un tema interno? ¿Quién quiso realmente provocar daño?

Todo habría ocurrido en una cena política, de esas donde la gente habla en confianza, relajada, sin pensar que alguien puede estar grabando. Sin embargo, había una persona que decidió grabar y luego hacer público lo que se decía. Ese gesto es, en sí mismo, un problema ético mucho más grande que una puteada. ¿Qué valor tiene una reunión privada si alguien traiciona la confianza? ¿Cómo se construye política si no se puede confiar en quienes están al lado?

Lo que saltó a los medios fue un audio con una frase fuerte. Una expresión que cualquier uruguayo ha escuchado o dicho alguna vez. Pero no importó. Rápidamente aparecieron los moralistas de siempre: dirigentes políticos, opinadores de redes. Se olvidaron del contexto, de la trayectoria, de la persona. El tema era la frase. Y la protagonista era una mujer. Otra vez, una vara distinta.

Y algo que llamó la atención: nadie valoró su renuncia. Nadie destacó que decidió dar un paso al costado para no perjudicar a su partido ni a su gobierno. Renunciar no es fácil. Renunciar habla de valores, de responsabilidad y de cuidar un proyecto colectivo. Pero eso se perdió entre los gritos de indignación. Se vio la palabra, no el gesto.

Aclaro que nunca entrevisté a María Eugenia Taruselli. Se lo comenté. Nuestros tiempos no coincidieron. Pero eso no tapa un hecho claro: estamos hablando de la mujer más votada de todo el departamento en la última elección, superando a todos los partidos. Y también fue la más votada en la interna y en las nacionales. Ese respaldo no aparece de la nada, se gana trabajando y estando con la gente.

Sin embargo, quienes hoy la critican con dureza son los mismos que, públicamente , han dicho cosas mucho peores. Y nunca renunciaron. Ni siquiera se disculparon.

Y acá aparece un ejemplo reciente. Hace unas sesiones  en la Junta Departamental de Salto , un edil habló del “chiquero”  para descalifica a otro y pidió respeto. Pero ese mismo edil, años atrás, cuando murió el expresidente Jorge Batlle, publicó mensajes celebrando su fallecimiento y llamándolo “lacra” y “porquería”. Entonces, ¿dónde estaba la moral en ese momento? ¿Quién mide la vara del respeto?

Por eso vale traer la reflexión de Carlos Vaz Ferreira. Él decía que la profesión de abogado es de esas que tienen lo que llamaba una “moralidad intrínseca”, porque muchas veces deben defender lo indefendible. Ponía un ejemplo claro: un abogado puede verse obligado a defender a un asesino. No porque esté de acuerdo con él, sino porque la sociedad necesita que exista la defensa, incluso en los casos más duros. Y para cumplir ese rol, decía Vaz Ferreira, no se puede actuar siguiendo una moral ideal. Se necesita, según él, una cierta dosis de inmoralidad. Y agregaba algo importante: lo peligroso es que lo que empieza como “una cierta dosis”, después no se sabe dónde termina.

Esto también pasa en la política. Muchos defienden lo suyo aunque esté mal, y critican al otro aunque no tengan razón. Y así, cada uno usa su propia vara moral según le conviene.

Al final del día,  como me dijo un amigo, la moral es como un espejo: todos dicen tenerlo limpio, pero nadie quiere mirarse demasiado de cerca.

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