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En los márgenes invisibles de las ciudades uruguayas, crece un país que no figura del todo en los censos. Un país donde las viviendas no siempre son tales, donde los derechos parecen postergarse indefinidamente, y donde más de 700 familias en el departamento de Salto viven en condiciones de informalidad extrema. Esta realidad, sin embargo, no es nueva: es el resultado de décadas de ausencia estatal, especulación privada y respuestas políticas intermitentes. De estas cuestiones conversó el Arq. Rogelio Texeira en la Sala de Streaming de LA PRENSA, hombre que además de dedicarse a la arquitectura, la política y la docencia, ocupó el cargo de Director de Obras de la Intendencia de Salto de 2005 a 2010.

¿Qué es un asentamiento?

La definición oficial, en Uruguay, es simple: más de diez viviendas agrupadas informalmente sobre terrenos que pueden ser públicos o privados. Pero la definición, según expertos como los del Grupo de Estudios de Vivienda y Hábitat de la Universidad de la República, es también una trampa. "A veces es medio atrevido llamarle vivienda", admiten, porque muchas de estas estructuras son apenas refugios precarios, sin acceso a servicios básicos. En Salto, se han identificado más de 20 asentamientos. Algunos, como “La Amarilla” y “Caballero”, se entrelazan hasta confundirse. Se les puede llamar uno o dos, pero en realidad es un mismo universo de carencias. A veces, incluso, ni siquiera figuran como asentamientos porque no cumplen con la definición burocrática. Pero allí vive gente, en condiciones que no se pueden llamar dignas.

La lógica del mercado, la del Estado y la de la necesidad

El crecimiento de estos asentamientos responde a tres lógicas urbanas latinoamericanas. “La primera es la lógica del mercado: terrenos fraccionados y vendidos de forma informal porque, para muchos, es la única opción. En Salto, un metro cuadrado puede llegar a costar más de 70 dólares, lo que vuelve imposible el acceso para trabajadores informales o de bajos ingresos. La segunda es la lógica del Estado, que debería intervenir construyendo viviendas, urbanizando, integrando. Y la tercera —la más cruda— es la lógica de la necesidad: la de quienes no acceden ni al mercado ni a políticas públicas efectivas. Esas personas terminan viviendo donde pueden, como pueden, con la esperanza de que alguna vez el Estado regularice su situación”, comentó Texeira.

La informalidad como regla, no excepción

El problema de la vivienda está profundamente entrelazado con otros problemas estructurales: “En Salto, por ejemplo, cerca del 40% de los trabajadores están en la informalidad. Esto significa empleos inestables, mal remunerados y sin derechos sociales. La changa, el rebusque diario, es muchas veces la única opción”.

La informalidad laboral genera, a su vez, informalidad habitacional. Y con ella, precariedad: casas sin saneamiento, sin agua corriente, sin electricidad regular. Muchas veces, con hacinamiento severo. Familias enteras conviven en una misma habitación, lo que incluso puede poner en riesgo la integridad física y emocional de sus integrantes.

El espejismo de la regularización

“En el pasado, se intentó atacar el problema construyendo "fachadas" que ocultaran los asentamientos”, pero “sin mejorar realmente las condiciones de vida de quienes estaban detrás”. Otras veces se intentó integrar los barrios, pero fracasando en el intento: “las zonas regularizadas siguen siendo marginadas y estigmatizadas. Si alguien dice en una entrevista laboral que viene del barrio Fátima o La Tablada, la discriminación suele ser inmediata. El problema, entonces, no se resuelve con una calle pavimentada o un cartel electoral que promete soluciones. Se necesitan políticas serias, integrales, sostenidas en el tiempo.

Experiencias que dejan enseñanzas (y otras que no se aprendieron)

“Durante gobiernos anteriores, hubo experiencias que mostraron que se puede”, enfatizó. “El realojo del asentamiento Barbieri y la construcción de 124 viviendas en Salto son un ejemplo. En esa ocasión, el trabajo conjunto entre el Ministerio de Vivienda, el Mides, OSE, la Universidad, incluso el Ejército, permitió construir viviendas dignas”. Pero muchas veces se repite el error: no se evalúan los programas, no se acumula conocimiento. Cada nuevo gobierno empieza de cero, como si tuviera que inventar la pólvora.

¿Faltan recursos o voluntad?

Reflexionó además: “Sorprende saber que, en el período anterior, quedaron sin ejecutar más de 250 millones de dólares destinados a asentamientos. En Salto, por ejemplo, las obras prometidas para regularizar La Amarilla y La Esperanza se anunciaron durante años, pero no comenzaron sino hasta la víspera de una elección. El dinero está, pero no hay capacidad de ejecución…y mientras tanto, la gente sigue esperando”.

Una inversión que va más allá del ladrillo

Cuando se habla de construir viviendas, dijo, “no se habla sólo de paredes y techos. Se habla también de espacio público, de escuelas, policlínicas, liceos, canchitas, cultura, deporte. De crear comunidad. Porque sin comunidad, lo que hay es marginación. Y la marginación —al contrario de los barrios privados— no es elegida”. Además, hay quienes, sin estar en asentamientos formales, viven en condiciones similares: con pozos negros desbordados, en ranchos de cartón, sin infraestructura básica. Y no figuran en los censos.

Una mirada optimista

La Universidad de la República ha sido clave en muchos de estos procesos, desde la investigación hasta la acción directa, y su rol podría ser aún más central, al generar conocimiento aplicado y formar profesionales comprometidos con la transformación social. “Yo soy optimista -dijo Texeira-, capaz que soy ingenuo, pero creo que con lo que tenemos, se puede. Capaz hay que postergar alguna calle, pero primero hay que solucionar esto, porque esto es más importante. La vivienda digna, el hábitat justo, no son lujos. Son derechos, y como tales, deberían estar en el centro de la política pública. No se trata de caridad ni de promesas electorales. Se trata de construir una sociedad verdaderamente inclusiva”.

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