Dolor, espera y silencio, crónica de un sistema roto
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Por Angélica Gregorihk
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El sistema de salud, ese que debería ser pilar de una sociedad justa y humana, hoy parece más una maquinaria desvencijada cuyo principal objetivo es girar sin detenerse, aunque atropelle a quien sea en el camino. Lo que se vive en consultorios, guardias y hospitales es, en muchos casos, indignante.
Basta con ser un paciente más, de esos que se sientan en una sala de espera por horas con un turno otorgado hace meses, para entenderlo. O peor aún, basta con ser un adulto mayor. Porque ahí es donde este sistema demuestra su faceta más cruel, si tenés muchos años encima, quizás ya no vales la pena. Sos un gasto. Un número que solo engrosa las estadísticas de enfermedades crónicas o muertes previsibles. Sos, en muchos casos, un “problema” que conviene despachar rápido.
Pero el desprecio no es exclusivo de la edad. También está en la superficialidad de los diagnósticos. En esa rutina sistemática de recetar un calmante y decirte “andá a tu casa, esperá a ver cómo evoluciona”. ¿Dónde quedó la búsqueda del origen del malestar? ¿Dónde está el interés genuino por encontrar una solución real, no un parche momentáneo?
Hay médicos porque, aunque suene duro, no todos son iguales que se han transformado en autómatas del sistema. Ganan por cantidad de pacientes atendidos por hora. Cuanto más rápido los despachan, más ganan. ¿Cómo se puede ejercer la medicina así? ¿Cómo se puede pretender que en cinco minutos un profesional escuche, comprenda, evalúe y diagnostique a una persona? No se puede. Lo que sí se puede es repetir la fórmula, calmante y afuera.
Y uno se pregunta, con toda razón, ¿dónde queda el juramento que pronuncian al recibir su título? ¿Dónde está el compromiso con el bienestar del paciente, con la salud entendida como un derecho y no como una mercancía? Porque a veces pareciera que todo eso es un trámite más, y no una verdadera promesa de vocación.
No se trata de demonizar a todos los médicos, ni de desconocer que muchos trabajan en condiciones difíciles y jornadas interminables. Pero sí de señalar con claridad una realidad que duele, la falta de humanidad se ha vuelto moneda corriente en el sistema de salud. La empatía, el tiempo para escuchar, la voluntad de investigar a fondo un cuadro clínico, el mandar a realizar un estudio, brillan por su ausencia.
Es cierto, el sistema también falla desde lo estructural. Faltan recursos, insumos, personal. Pero cuando el profesional que tenés enfrente ni siquiera hace el esfuerzo de mirarte a los ojos, la sensación de abandono es absoluta. Porque una cosa es no tener los medios, y otra muy distinta es no tener la voluntad.
Tan profunda es la crisis que muchas personas se ven obligadas a buscar soluciones fuera del país. Viajar para atenderse, para hacerse estudios o tratamientos que acá no están disponibles o que simplemente nadie se toma el tiempo de indicar, se ha vuelto una salida dolorosa pero real. Y eso, más que una elección, es una muestra del fracaso de un sistema que debería cuidar, no expulsar.
Estamos ante un sistema que no cura, no acompaña. Que se ha olvidado de que detrás de cada paciente hay una persona con miedo, con dolor, con esperanza. Y lo más triste, este sistema se sostiene, se perpetúa, y nadie parece dispuesto a cambiarlo.
Es momento de que la medicina vuelva a tener alma. Que respete la vida, en todas sus etapas, y no la mida por su costo económico. Que recuerde que cada ser humano merece ser atendido con dignidad. Porque cuando la salud se convierte en un negocio y los médicos en operarios que cobran por productividad, se pierde lo más importante, la promesa de ética y conducta profesional.
No es solo una crisis del sistema. Es una crisis de valores. Y si no se cambia, todos, más temprano que tarde, seremos víctimas de una máquina que, mientras siga funcionando así, solo sabrá expulsarnos.
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