En torno a la Jutep reina la desconfianza
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Por José Pedro Cardozo
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La reciente resolución de la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep) sobre el caso de Álvaro Danza no solo dejó un sabor amargo: confirmó y profundizó una crisis de credibilidad que el organismo arrastra desde hace años. Lo que debía ser un fallo técnico sobre posibles incompatibilidades terminó convertido en un nuevo capítulo del desgaste institucional, donde cada partido acomoda la ética a sus intereses y la Jutep aparece atrapada —o demasiado cercana— a esa lógica.
Las declaraciones del expresidente del organismo, Ricardo Gil Iribarne, marcaron un antes y un después. Para él, Danza “debió renunciar” a ASSE apenas se supo que simultáneamente ejercía en mutualistas privadas, aun si esa práctica no estuviera explícitamente prohibida. Distinguió así entre lo legal y lo ético: “Hay cosas que no están prohibidas, pero no hay que hacer”. Esa frase —simple, contundente— resume lo que la Jutep evitó decir. Y esa omisión es, en esencia, lo que profundiza el daño.
Más grave aún fue su diagnóstico institucional: afirmó que la Jutep está “absolutamente desprestigiada” y que hoy, lejos de blindar la confianza pública, la erosiona. No se trata de la crítica de un opositor, sino de quien presidió el organismo y durante años lo defendió como una herramienta imprescindible. Que ahora sostenga que incluso podría “no justificarse que exista” es una señal de alarma mayor: cuando el garante de la ética deja de generar confianza, peligra la integridad del sistema político en su conjunto.
La raíz del problema es conocida: la “cuotificación” partidaria. Con dos integrantes oficialistas y uno opositor, la Jutep se convierte en un órgano político antes que técnico, y cada resolución se interpreta desde la conveniencia electoral. En el caso Danza, para el oficialismo la decisión confirmó que no había incompatibilidad; para la oposición, fue un “salvataje político”. Ambas lecturas responden menos a la ética y más a la conveniencia de cada sector. Y así la institución, en lugar de arbitrar imparcialmente, queda envuelta en la sospecha permanente.
Pero Gil Iribarne introdujo un punto incómodo para quienes hoy critican a la Jutep como si el problema fuera reciente: durante el gobierno de Luis Lacalle Pou, numerosas votaciones también se definieron por mayorías automáticas, y no surgieron informes contundentes sobre episodios que merecían un escrutinio profundo. Mencionó casos concretos: el pase en comisión de la hermana de la vicepresidenta Argimón, el aumento de sueldo al hermano del intendente Mario García, el caso Marset, el caso Astesiano y el escándalo del puerto. El señalamiento fue claro: la selectividad en la indignación es transversal, y la manipulación —o la inacción— de la Jutep ha sido funcional a más de un gobierno y más de un partido.
Ese doble estándar es, precisamente, la raíz del descrédito. La clase política reclama imparcialidad solo cuando la resolución perjudica a los propios; cuando favorece, se la presenta como una institución seria y profesional. Esa conducta erosionó la credibilidad del organismo y fortaleció la percepción ciudadana de que la ética pública se utiliza como arma partidaria, no como principio rector.
El caso Danza expone un dilema ético mal resuelto y, al mismo tiempo, desnuda una Jutep debilitada, vulnerada por la presión política y alejada de su misión fundacional. Sin confianza, ningún organismo de control puede funcionar. Y hoy la Jutep enfrenta un nivel de desconfianza que amenaza con hacerla irrelevante.
Si la política continúa tratándola como un botín, su desprestigio será irreversible. Y el problema no será ya si Danza debió dejar su cargo, sino si el país puede seguir sin un verdadero guardián de la ética pública, capaz de actuar sin presiones y sin colores partidarios. La democracia uruguaya necesita urgentemente esa respuesta antes de que el descrédito termine por corroer lo que aún queda en pie.
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